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Guatemala, el nuevo muro para los venezolanos

En la frontera entre Estados Unidos y México hay un muro gigante de unos 900 kilómetros de extensión con el que choca el sueño americano de muchos migrantes. Pero antes de llegar ahí, a más de 3 mil kilómetros hay un nuevo muro que los detiene: Guatemala. Un país que a veces se hace laberinto, trampa, y despedaza el sueño de más de 15 mil venezolanos expulsados a países vecinos. El miedo a lo que queda de la ruta hasta Estados Unidos, a los riesgos, a la violencia en México hace a una familia venezolana detenerse para retroceder. Despojados de todo intentan sobrevivir de quetzal en quetzal para pagar un vuelo de retorno hacia el sur.

Por: Jovanna García / No-Ficción

Fotografía: Edwin Bercián

Son las cuatro de la tarde del 6 de marzo y en el Paseo La Sexta, una de las calles más populares del centro histórico en la zona 1 de la Ciudad de Guatemala, acaba de ocurrir un asalto. Un borracho le ha robado la mochila a una mujer que caminaba con una niña de unos cinco años. “Policía, policía”, gritan algunos testigos, mientras el ladrón huye. No es la primera vez que ese borracho roba en el lugar. Los locales aseguran que es frecuente que robe a mujeres, niños, y ancianos. Pero una mujer, una niña y un hombre joven, ajenos a Guatemala y sus ladrones, fueron testigos de este último asalto desde la acera, a un lado del restaurante de comida china en donde piden dinero a cambio de unos bombones. Son una familia de migrantes venezolanos que está atrapada en Guatemala. Llevan cuatro meses en La Sexta y acaban de enterarse de su coexistencia en el territorio de ese ladrón.

Pero esto no es lo peor que han visto en Guatemala. Tampoco lo peor que han sufrido en el camino.

De octubre a diciembre de 2022, por Guatemala han intentado pasar al menos 3,910 venezolanos en su travesía hacia Estados Unidos. En todo el año, este otro muro antiinmigrantes ha expulsado más de 15 mil venezolanos, según datos oficiales. Todos ellos, los rechazados, tuvieron que retroceder hacia Venezuela o para tomar impulso de nuevo hacia el norte. Pero para Tatiana, Brandon y Mónica, el tiempo se detuvo en La Sexta. Este lugar se ha convertido en una estación de espera, en la que están atrapados y sin tiquete a la vista.

Para salir de Guatemala necesitan conseguir 10,800 quetzales ($1,400 dólares). Ese es el precio de sus pasajes de retorno. Cada día intentan acercarse vendiendo bombones y de quetzal en quetzal ($0.13 centavos). La búsqueda los ha desgastado y el sueño americano ya les ha dejado de importar. Se saben abandonados por su patria. En Guatemala no vale ni la oposición de Guaidó ni la dictadura de Maduro. No hay representación consular, no hay quien pueda brindarles asistencia, regular su situación migratoria y proporcionar un vuelo humanitario. Mientras esperan que la alcancía se llene, han resistido la xenofobia, el sobreprecio en hoteles, la explotación laboral, el acceso limitado a alimentos, la negación de trabajo, a vivir y caminar con las maletas en las manos, alertas para no ser deportados, como le ocurrió a la hermana y al sobrino de Tatiana.

Una tarde de diciembre, con apenas tres semanas en Guatemala, agentes migratorios los detuvieron y deportaron hacia Honduras. “A mí me dolió mucho porque ella venía sola”, dice.

Cuando emprendieron su travesía a Estados Unidos, la familia era más numerosa. El Darién, de hecho, Tatiana lo cruzó junto a otros seis más: su hija Mónica de 7 años, su esposo Brandon de 26, su prima Rita de 24, que cargaba a su hija, Jimena, de 5. Y también viajaba Ana, su hermana mayor de 28 años, junto a su sobrino José, de 2. 

Rita y su pequeña hija siguieron el camino hacia Estados Unidos, a inicios de diciembre, pues tenían a una persona que los apoyaba financieramente. Tatiana y el resto no tenían padrinos y, obligados, hicieron una parada obligatoria para reunir dinero. 

La selva, y el camino por Costa Rica, Nicaragua y Honduras los había dejado cansados y despojados. En octubre, cuando salieron de Colombia, cargaban $1 mil en los bolsillos. Se enlancharon en el puerto de Necoclí y luego cruzaron la selva del Darién durante 9 días. A Tatiana aún le quita el sueño recordar los cadáveres de una mujer y su hija ahogadas en un río. A Mónica, el mismo recuerdo le hace describir “un palo así, alto, y yo no me podía subir, entonces caminamos tres días por el agua”.

En Costa Rica se enteraron que el gobierno estadounidense había cambiado las condiciones para recibir a migrantes venezolanos. Había puesto más restricciones. Desalentados, continuaron hacia Nicaragua, donde estuvieron un día pero gastaron casi la mitad de su dinero, pues pagaron cada uno un salvoconducto de $150. Allá también perdieron uno de sus celulares al entregarlo como soborno a un militar. En Honduras, pagaron otra extorsión a la policía: $30 por cabeza para poder entrar. Eso sí, por tener una hija, recibieron del gobierno $170 como apoyo. 

En Guatemala, sus primeros días fueron una incertidumbre. Dos mujeres, un niño, una niña y un hombre mendigaban por ayuda, hasta que se enteraron de un albergue cercano en el que permanecieron dos semanas. Cuando llegaron, desconocían la moneda, a la gente, qué es un precio justo y cuánto cuestan realmente las cosas. El 31 de enero, cuando los conocí, pagaban Q70 diarios por una habitación de hotel, una tarifa que les cobraban por ser extranjeros en un lugar donde no podían guardar sus cosas. Ahora han encontrado otra habitación a Q100 pero con televisión y cocina, y con el permiso de dejar sus pertenencias. Ahora pueden cocinar su propia comida, una dieta de supervivencia: arroz, huevos, frijol y aguacate. Cuando pueden, se animan con un gusto y compran arroz chino en un restaurante barato de La Sexta ubicado a un lado de la acera en la que trabajan.

La Sexta Avenida es una de las calles más populares de Guatemala. El lugar que han encontrado como seguro para trabajar, Tatiana, Brandon y Monica. La acera donde suelen trabajar tiene una tienda de zapatos y un restaurante chino. Fotografía: Jovanna García

La separación de las hermanas

En la víspera de la navidad, Ana y José se separaron unos metros para ir a comprar una lasaña a Picadilly, un restaurante ‘italiano’ a muy bajo costo. Querían comer algo rico en honor a las fiestas, con las pocas ganancias que les dejaba la venta de bombones. Ana recién salía del restaurante con la lasaña en un brazo y con su hijo en el otro cuando llegó Migración. De lejos, Tatiana escuchó gritos de auxilio. Era Ana, que rogaba a los agentes que la soltaran.

“Se la llevaron y nosotros tuvimos que huir. Mi instinto fue huir por mi hija. Si yo hubiera estado sola me hubiera quedado con ella y que me arrestaran también, pero nos tocó correr”, dice Tatiana.

A Ana y a José los subieron en un autobús y luego los enviaron a Honduras. “¿Por qué a Honduras? ¿Allá ella qué iba a hacer?”, cuestiona, molesta.

Las hermanas son originarias de Ciudad Ojeda, en el Estado de Zulia, una urbe que recién cumplió 86 años. Es una zona con yacimientos de crudo con intereses comerciales muy altos para el país y ahora sus actividades son controladas por la estatal PDVSA. Creció como la primera ‘urbe planificada’, pero para 2017 era otro punto de Venezuela del cual había que huir del hambre y la crisis política.  

Las hermanas pocas veces en la vida se habían separado. La primera ocurrió cuando ella tenía 12 y Ana 17. No se vieron por tres semanas tras el divorcio de sus padres. Luego, Ana se fue a vivir con su novio en 2015, pero lo más que pasaban sin verse era un par de días, pues vivían muy cerca. Cuando en 2017 Tatiana, Brandon y Mónica huyeron hacia Colombia, Ana también decidió dejarlo todo y al mes se fue a vivir con ellos. Allí encontró a Brandon de mototaxista y a Tatiana vendiendo ropa, accesorios y distintos productos por Facebook.

En Colombia resistieron por 6 años. Accedían a alimentos básicos, aunque fueran costosos, algo que en Venezuela no. Se convencieron de la idea de buscar un mejor futuro en Estados Unidos en septiembre. El 20 de ese mes iniciaron su odisea hacia el norte.

Sin pensarlo mucho, Ana decidió seguir a su hermana. Pero entonces se toparon con el muro anti inmigrantes en el que se ha convertido Guatemala. Tatiana, por primera vez, tuvo miedo de no volver a ver a Ana.

El país de migrantes que maltrata a otros migrantes

Sor Lidia Cruz es una monja de la Casa Central, un centro católico ubicado en la zona 1 de la ciudad. A mediados de octubre, ella abandonó un diplomado de migración de la Red Jesuita con Migrantes cuando se enteró de los centenares de venezolanos que llegaban a la Central de Transferencias Sur, más conocida como Centra Sur, una terminal de autobuses en Villa Nueva, a las afueras de ciudad. Ahí se encontró con niños migrantes, mujeres, jóvenes y ancianos, todos preguntando “dónde están los buses para Malacatán”, un municipio fronterizo con México, en el departamento de San Marcos.

Los migrantes, se dio cuenta la religiosa, eran estafados por los guatemaltecos. “Si a los guatemaltecos les cobraban Q25, a ellos Q75. Otras personas les ofrecían llevarlos en carro por $300”, narra. Los migrantes, recuerda, preferían aguantar hambre y guardar el dinero que cargaban para invertirlo en medios de transporte.

Para el 14 de octubre, según el Instituto Guatemalteco de Migración, 400 migrantes pernoctaron en Centra Sur, otros 300 al siguiente día, la mayoría eran venezolanos. Los datos oficiales reflejan que solo en octubre, Guatemala expulsó a 4,344 migrantes y 2,990 provenían de Venezuela. Ante esa ola migratoria, el Estado guatemalteco reaccionó.

En este país su propia gente quiere huir por hambre, violencia y persecución del Estado. Solo en 2022, 31 mil 315 guatemaltecos fueron deportados bajo el Título 42 desde Estados Unidos. Pero sus gobernantes han decidido convertirlo en un tercer muro de contención de la migración irregular de otros latinoamericanos que sufren precariedades similares a las de los guatemaltecos. En los puestos fronterizos con Honduras de Agua Caliente y El Cinchado, Guatemala ha expulsado a su suerte a 15,593 venezolanos solo en 2022. Un año antes, aporreó con palos y macanas y roció con gas lacrimógeno a la última gran caravana de más de 9 mil migrantes hondureños que pasó por la carretera de Vado Hondo en el departamento de Chiquimula. Las imágenes de los policías vaupuleando a hombres, mujeres y niños provocaron indignación y repudio internacional.  Este es un país que en 2019 pactó con el gobierno de Donald Trump un acuerdo de “Tercer País Seguro”, para recibir en su territorio a los solicitantes de asilo que Estados Unidos no quiere.  

Agentes de la Policía Nacional Civil, Ejército y Migración, durante un operativo para expulsar a decenas de migrantes venezolanos que llegaron a la Central de Mayoreo (Cenma) en octubre de 2022 para abordar un bus con destino Malacatán, San Marcos, punto fronterizo con México y así continuar su viaje hacia Estados Unidos. Fotografías: Sandra Sebastián

Pero esa posibilidad es remota para los venezolanos, protagonistas del último fenómeno migratorio en la región. Y Guatemala decidió a finales de 2022 y principios de 2023 enviar agentes de migración, militares y policías a realizar operativos de identificación, detención y expulsión. 

Sor Lidia lo recuerda con indignación. “Una tarde llegó un bus grande de la policía, agentes de PNC y el ejército. ¡Esto qué es!, me pregunté”.  Los agarraron a todos y los subieron al bus. “Fue tremendo”, dice. En el operativo los migrantes se dispersaron, presionados por los agentes. “Hubo niños que perdieron en ese momento a sus padres. Recuerdo a una mujer que se negaba a subir. Se arrodilló y les decía que no se quería quedar, que la dejaran avanzar, pero la policía la agarró y la subieron. A la gente que no quería la agarraban a la fuerza”, cuenta. 

En aquellas fechas, en Guatemala hacía más frío que de costumbre. También llovía. Sor Lidia intentó intervenir, pero fue en vano. “Una militar me dijo que yo estaba obstruyendo lo que estaban haciendo. Yo solo quería saber por qué los estaban criminalizando, pero me aventó”, narra.

La religiosa no se dio por vencida  y buscó ayuda en su congregación. “¡Aquí está sufriendo la gente, se la están llevando!”, les dijo. La Casa Central habilitó un espacio que tenían disponible y comenzaron a recibir a los desamparados. No tenían mucho, pero sor Lidia se movilizó. Consiguió donaciones básicas: colchones, ropa, comida, y zapatos. A sus compañeros del diplomado, les pidió que hicieran correr la voz: en Casa Central había un techo seguro para familias de venezolanos.

Un día, por la puerta del convento aparecieron Tatiana, Ana, los niños y Brandon. 

“Mi hermana se enteró y nos fuimos para allá. Estábamos en la calle pidiendo ayuda ella por su lado con el bebé y nosotros por otro lado, cuando llega y me cuenta que una monja les ofreció un lugar”, recuerda Tatiana. Se albergaron dos semanas en este convento que en 1871 sobrevivió a una Reforma Liberal, instaurada por Justo Rufino Barrios, que expulsó del país a todas las congregaciones. 152 años después, el lugar sirvió de refugio para los venezolanos perseguidos por esta otra Guatemala. 

La Guatemala que estafa 

En los primeros días, Tatiana encontró trabajo como repartidora de alimentos de un restaurante de la Sexta. “Caminaba un montón y entregaba muchos almuerzos, hasta que me di cuenta de que Q30 era muy poco (al día)”, dice. Le pagaban un equivalente a U$3,85, cuando en el costo diario de la canasta básica para una familia como la de ellos llega a los Q109.63 (un aproximado de 14 dólares), según el informe más reciente del Instituto Nacional de Estadística (INE).

Brandon buscó trabajo también, pero nadie le dio la oportunidad por su situación migratoria irregular. Les piden cartas de recomendación, recibos de luz y antecedentes penales. No tuvieron otro remedio que pedir limosna y vender bombones. 

Sor Lidia también conoció a otros tres venezolanos que recibieron la oferta de trabajar como guardias de seguridad en una empresa de zona 7. La religiosa les advirtió de una posible “explotación laboral”, pero los jóvenes estaban contentos con su nuevo trabajo. “Les dijeron que trabajaban tres días por dos días. Venían matados a dormir, y como no tenían para comer, andaban ahí aguantando hambre. Yo les ponía su comidita, un juguito, cosas así…”. Llegados los 15, no les pagaron. “Nunca les pagaron”, cuenta la sor, indignada. 

Casa Central tuvo que cerrar el albergue en enero, ya que comenzaba el ciclo escolar y en el lugar opera una escuela primaria mixta y un colegio de básicos y diversificado para niñas. Mientras funcionó, los que encontraron refugio y descanso continuaban con su viaje hacia Estados Unidos. Ella sabe de algunas familias que lo lograron, unas cinco, dice, pero a la mayoría les perdió la pista. También le perdió la pista a la familia de Tatiana, que dejó el convento en diciembre. “A los niños les costaba dormir en las noches porque otros niños hacían ruidos. A veces queríamos usar el baño y otras personas lo ocupaban”, cuenta Tatiana. 

Esta familia venezolana no tuvo la suerte de otros connacionales que se marcharon del albergue cuando accedieron a vuelos humanitarios coordinados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Melissa Vega, vocera de la organización, señala que ha sido complicado el apoyo a los migrantes venezolanos en Guatemala, pues no hay embajada. Hasta diciembre, se coordinaban con la “embajada” que funcionaba en el país y que respondía al gobierno interino de Juan Guaidó. Al finalizar su gestión de oposición, esa misión se suspendió.

Sor Lidia Cruz, misionera en Guatemala y Directora de Casa Central, muestra los pasillos donde meses atrás fueron albergados decenas de familias migrantes provenientes de Venezuela, quienes se encontraban varados en el país en busca de una forma de sobrevivir y continuar su viaje hacia Estados Unidos. Fotografías: Edwin Bercián

Una esperanza en la cuenta regresiva

En enero, cuando conocí a Tatiana, tenía la mirada triste, hablaba bajo y sin confianza. Noté que le avergonzaba vender bombones. Con Brandon apenas crucé palabras. Él es quien se para a ofrecer los bombones, con su pelo rizado y sus ojos verdes. Mónica es igual a Tatiana, pero tiene los ojos de su padre. Es curiosa y cuando sonríe luce graciosa por los dientes de leche que ya se le han caído. Dos meses después, algo ha cambiado en ellos. Tatiana se ve fortalecida, más tranquila. En su voz emana confianza y me cuenta que les está yendo mejor. Brandon continúa huraño, mientras todos vemos cómo huye el ladrón.

Todos los días vienen a vender bombones de limón, fresa, sandía y mango. Compran al menos 40 diarios en una tienda de barrio a 50 centavos guatemaltecos cada uno ($0.064) para venderlos a 1 quetzal. La meta es llegar a los $1,400 para comprar los boletos; pero puede que el precio se les eleve un poco más. 

Pasado el año nuevo, Tatiana logró reconectarse con Ana, su hermana deportada en Honduras. Ana logró un ‘salvoconducto’ y encontró apoyo de una muchacha que le dio un cuarto donde dormir y trabajo. “Hablamos por Facebook cuando la muchacha le presta su celular, porque cuando llegó le robaron el de ella”, dice Tatiana.

A Ana, allá “un hombre la intentó violar, pero pudo defenderse”. El plan ahora es reencontrarse en Guatemala, para luego regresar todos juntos a Venezuela, y de ahí saltar de nuevo a Colombia. Mientras, Ana ahorra los lempiras de lo que gana haciendo batidos de fruta en la calle.

Esta familia ahorra, entonces, para cinco boletos de avión, una meta que asciende a casi $2 mil. “Cuando la capturaron y la deportaron para Honduras, más convencidos quedamos de que no había que seguir. Si eso pasa en Guatemala, no me quiero imaginar en México”, dice Tatiana.

Pero para alcanzar la meta saben que les falta un trecho bien largo. Entre la venta y las limosnas juegan para sobrevivir, pagar el hotel y ahorrar. Llenar la alcancía casi depende de la buena suerte,  las limosnas extras y el dinero que las personas les regalan. Cuando hay mala suerte, siguen resistiendo a la discriminación y xenofobia. “Hay gente que nos insulta con palabras ofensivas. A otros que caminan toda La Sexta para vender, hasta les han querido pegar”, agrega.

La familia no quisiera vivir en la calle, pero este país no les da otras oportunidades. “La gente cree que nos gusta hacer esto, pero nos da vergüenza en realidad”, explica Brandon.

Para ellos, seguir avanzando al norte no es una opción. “¿Por qué quieren volver?”, pregunté a Tatiana en uno de nuestros últimos encuentros. “El miedo. Lo que ya hemos vivido y lo que nos cuentan. La incertidumbre”, me respondió.

En la calle se han encontrado con compatriotas que han cruzado México y han sido deportados a Guatemala. Lo que han escuchado los desanima.  “Nos da miedo México, hemos escuchado muchas historias. El otro día un muchacho flaquito que anda por aquí nos contó que, a su primo, lo mató un cártel en México porque al cruzar la frontera lo agarraron y no querían dejarlo pasar. Solo si llevaba droga. Él se había comunicado para enviarle plata y le mandaron el video de cuando lo mataron. Nosotros no nos podemos exponer a un país tan grande y peligroso como México, tenemos una niña”, dice Tatiana.

Durante 2022, Guatemala ha expulsado a más de 15 mil venezolanos, según datos oficiales.Los rechazados han tenido que desandar el paso hacia Venezuela o parar para tomar impulso y continuar hacia Estados Unidos. Fotografías: IGM

Hace dos semanas, en Ciudad Juárez, a 100 metros de la frontera, 40 migrantes murieron quemados y asfixiados en una celda del Instituto Nacional de Migración. 17 eran guatemaltecos; 7 eran venezolanos.  

Su prima Rita, que logró cruzar la frontera, tampoco les envía buenas noticias desde Estados Unidos. “Nos contó que los trabajos están lejos, no tiene ayuda del gobierno, está arrepentida”. Rita ya alcanzó los 3 meses allá y hasta el momento sigue sin trabajo y depende de la ayuda de una hermana.

Las malas noticias que bajan del norte quizá hayan provocado que la ola migratoria disminuya. Según datos del Instituto Guatemalteco de Migración, -IGM- entre octubre y diciembre fueron expulsados 8,796 migrantes de distintas nacionalidades. El 53% fueron venezolanos. Con el cambio de políticas migratorias al norte, las cifras se fueron a la baja: en octubre fueron 3,712 expulsados, en noviembre 506 y en diciembre 449. Para enero, el número descendió a al menos 172 migrantes venezolanos expulsados.

En Cenma, el lugar donde se congregaban los migrantes para buscar autobuses hacia el norte,  ya no se ven venezolanos. Alejandro Rubén, un guatemalteco de la tercera edad que trabaja vendiendo bolsas de agua, recuerda las aglomeraciones de octubre. “Yo me fui cuando empezó a venir el ejército, pero sí me acuerdo que a los días se dejó de ver a gente haitiana y venezolana, migrantes pues. Venían bastantes y hasta se peleaban por subirse a los buses. (…) Ahora ya no se ven o al menos yo ya no veo. Si vienen ya no se les nota o se camuflajean en los chapines… Yo creo que el ejercito los asustó”, me dijo.

Consultado sobre esta política antimigrantes, el director general de Migración, Stuard Rodríguez, dice que el IGM tan solo sigue una instrucción en específico del gobierno de Alejandro Giammattei. Los operativos que se realizan con personas que se encuentran en el país de forma irregular tiene como consecuencia la expulsión inmediata.

En Guatemala es cierto que ahora se ven menos venezolanos en las calles. Sobre todo en La Sexta, el territorio al que Tatiana y su familia ya le perdieron el miedo. 

El caraqueño Roger Alonzo pasó por Guatemala rápidamente dos días de febrero. Llegó en un camión desde Chiquimula tras recorrer 6 países. Cuenta que cruzar El Darién fue traumático, durante su viaje presenció la violación de una migrante ecuatoriana, fue asaltado y secuestrado. Sin embargo, continuó su viaje hacia Estados Unidos. Fotografías: Edwin Bercián

En enero su mayor temor era la deportación. La familia trabajaba solo de día y no se movían del lugar que encontraron como seguro. Su estrategia de cuidado en La Sexta era llegar a las 8 de la mañana para irse a las 6 de la tarde. Antes de que oscurezca. Se dieron cuenta que si se quedaban en un solo lugar, y no llevaban un cartel pidiendo ayuda,  “ayudénnos, somos venezolanos”, el peligro se reducía, explica Brandon.

En nuestro último encuentro de finales de marzo me confesaron que el miedo a ser deportados se había esfumado por completo.

Impulsados por unas personas que “se miraban buenas”, Tatiana y su familia se la jugaron en el IGM. Fueron a pedir asilo. Les recomendaron que fueran a“resolver sus papeles” para evitar una deportación. “Con todo lo que nos ha pasado no sabíamos si era trampa”, dice Tatiana. Con suerte no lo fue. En migración les dieron un papel sellado y firmado de su solicitud de asilo. Según Tatiana, “con este papel no nos pueden deportar”, cuenta. Si obtienen asilo, también podrían optar por un trabajo estable y hasta alquilar una casa. Mientras eso llega, aún no pueden trabajar legalmente y la venta de bombones Bon Bon Bum de 8 a 6 en La Sexta, sigue siendo su apuesta.

¿Cómo dirías que ha sido Guatemala con ustedes?

Dura. Alguna gente buena, pero ha sido duro estar aquí. 

¿Creen que van a lograr llegar a la meta?

No llevamos ni la mitad, pero vamos a seguir trabajando.

**Tatiana, Brandon, Mónica, Rita, José, Jimena y Ana son nombres ficticios para proteger la identidad de la familia venezolana.

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